miércoles, 26 de diciembre de 2018

¿Por qué nunca vemos la cara oculta de la Luna a pesar de tener rotación?






















Recreación del robot chino que tiene previsto aterrizar en la cara oculta de la Luna. CNSA

El satélite emplea el mismo tiempo en una traslación completa alrededor de nuestro planeta que en una rotación en torno a su propio eje.
La Luna, como suele ser frecuente en los satélites naturales, se encuentra en rotación síncrona (o sincrónica) alrededor de la Tierra. Esto significa que emplea el mismo tiempo en una traslación completa alrededor de nuestro planeta que en una rotación en torno a su propio eje, y esa es la razón por la cual la cara que vemos es siempre la misma. En el caso de la Luna, cada uno de estos dos movimientos, traslación y rotación, tiene un periodo de algo menos de cuatro semanas (27.32 días).


Esta rotación sincrónica es efecto de lo que llamamos acoplamiento de marea entre planeta y satélite. Cuando un satélite tiene movimiento de traslación alrededor de otro cuerpo de masa mayor acaba produciéndose un reajuste, tanto en la órbita como en la distribución de masas, de ambos cuerpos. Si uno de ellos es mucho más masivo que el otro y además su órbita es aproximadamente circular, como en el caso de la Tierra y la Luna, es el más pequeño el que sufre un mayor reajuste al movimiento del otro y que da lugar a la sincronía. En el caso de dos cuerpos con masas similares o menor distancia entre ellos, como ocurre entre Plutón y su satélite Caronte, se alcanza rápidamente un acoplamiento de marea recíproco en el que además la rotación dura lo mismo para los dos cuerpos.
El efecto del acoplamiento de marea en el caso de la Luna ha ocasionado que su forma esférica (consecuencia de su propia gravitación) se achate ligeramente. Esta forma está abultada en las direcciones del eje imaginario entre la Luna y la Tierra y la desvía, de forma casi imperceptible para nosotros, de la forma esférica. Además de esta elongación, se ha producido también una redistribución de materiales que favorece el que una de las caras acumule el material más denso y permanezca orientada por atracción gravitacional hacia el cuerpo más masivo, la Tierra, alrededor del que orbita.

El acoplamiento también tiene efectos sobre nuestro planeta. Su rotación ha ido frenándose desde la formación del sistema Tierra-Luna, pues inicialmente un día terrestre duraba unas cinco horas. Además, como sabemos, se produce el desplazamiento de los océanos en las dos direcciones de este eje imaginario entre la Tierra y la Luna y que da lugar a las mareas oceánicas. En una gran masa de agua apreciamos fácilmente el efecto y algo equivalente ocurre en la parte sólida de ambos cuerpos.

El efecto de acoplamiento continúa hoy en día. La Luna se aleja de la Tierra a una velocidad de unos tres centímetros y medio al año y tiende a un acoplamiento de marea recíproco, como Plutón y Caronte. Cuando eso ocurra, si llega a suceder en un futuro muy lejano, se logrará una órbita geoestacionaria en la que la Luna sólo será visible desde un hemisferio del planeta y un día en la Tierra será tan largo como el tiempo que tarde la Luna en dar una vuelta completa a su alrededor.

Durante la formación del sistema solar se produjeron numerosos fenómenos violentos e incluso colisiones. Gracias a las muestras de material lunar recogidas por las misiones Apolo sabemos que la Luna se formó como consecuencia de uno de esos impactos: el choque de un planetoide del tamaño aproximado de Marte con una Tierra aún en formación. El golpe tuvo tal magnitud que desprendió hasta parte del manto terrestre, fundió el material de las capas externas de ambos cuerpos y generó una enorme cantidad de roca vaporizada. Este material formó un anillo en torno a la Tierra inicial que con el tiempo dio lugar al sistema Tierra-Luna actual. Aquello ocurrió poco después de la formación del sistema solar y de la Tierra inicial, hace unos 4.000 millones de años.

Mientras se formaba el sistema Tierra-Luna se fueron definiendo las dos caras a medida que tanto nuestro planeta como su satélite se iban enfriando y se distribuían los materiales en la Luna. La cara orientada hacia la Tierra contiene los llamados mares lunares (conocidos también como maria que es el plural de la palabra latina mare). Son zonas de lava basáltica, ahora sólida, formada por materiales más densos. La cara oculta, la que no vemos desde la Tierra, contiene materiales más ligeros y está cubierta de cráteres de impacto porque es la que sufre mayor exposición al bombardeo exterior.

Fuente: ElPais.es

miércoles, 19 de diciembre de 2018

La Tierra puede volver a tener el clima de hace 50 millones de años dentro de un siglo.

Ilustración que muestra cómo pudo ser la región ártica hace 50 millones de años. 






















Un equipo de investigadores utiliza registros del pasado para elaborar modelos del clima futuro del planeta según se tomen o no medidas para frenar el calentamiento.

La Tierra ha vivido épocas mucho más cálidas. Hace 50 millones de años, durante el Eoceno, la temperatura media del planeta era 13 grados mayor, no había hielo en los polos y las selvas cubrían un mundo tropical en el que los ancestros de los mamíferos modernos ocupaban el hueco dejado por los “recién” extintos dinosaurios. Si se mantuviesen las emisiones de gases con efecto invernadero en los niveles actuales, en poco más de un siglo se llegaría a una situación climática parecida a la del Eoceno. Como suelen argumentar quienes niegan la influencia humana en el cambio climático, no sería la primera vez en la historia del planeta en la que se ha alcanzado ese punto. Lo que convierte el actual proceso en excepcional es la velocidad del cambio. En menos de dos siglos se habría revertido un proceso paulatino de 50 millones de años de enfriamiento.


El cálculo lo acaba de publicar en la revista PNAS un equipo liderado por Kevin Burke, de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE UU), que quiere utilizar el pasado como referencia para tratar de prever cómo será el mundo hacia el que nos dirigimos. Para hacer sus predicciones los investigadores tomaron las distintas proyecciones planteadas por el quinto informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU y las compararon con datos recogidos sobre la historia geológica terrestre.

En este viaje al pasado, en 2030, la Tierra ya habría retrocedido climáticamente hasta hace tres millones de años, en el Plioceno medio. Aquel mundo, en el que nuestros antepasados comenzaron a caminar erguidos, tenía una temperatura entre dos y tres grados mayor que la actual y los mismos niveles de dióxido de carbono. Sin embargo, debido a la mayor temperatura de los milenios anteriores, las capas de hielo en los polos eran más finas y el nivel del mar estaba 25 metros por encima del actual. En aquel tiempo se produjeron algunos de los cambios que hicieron el mundo como lo conocemos. Norteamérica y Sudamérica se unieron, la fusión del subcontinente indio con Asia provocó la ascensión de la cordillera del Himalaya y comenzó un periodo árido que cambió las selvas por sabanas que hicieron posible la aparición de la humanidad.

Los modelos empleados por los autores del artículo sugieren que, en el escenario más extremo, hay un 9% de regiones del planeta, concentradas en el sudeste asiático y el norte de Australia, en las que el nuevo clima no podría compararse con registros del pasado de la Tierra. En su estudio, se refieren a las llamadas para mantener las condiciones climáticas dentro de las que vieron aparecer la agricultura y con ella la civilización, algo que se define como un “espacio operativo seguro”. Comparando las proyecciones con el pasado geológico, los autores quieren comprender mejor dónde se encuentran los umbrales que nos pueden sacar de ese espacio seguro y qué significa cruzar cada uno de ellos.

En una nota de su institución, el paleoecólogo de la Universidad de Wisconsin-Madison y coautor del estudio John Williams señala que “cuanto más nos alejemos del Holoceno [el periodo que comenzó tras la última glaciación y continúa ahora] más probable es que nos salgamos del espacio operativo seguro”. Y apunta a la rápida evolución del conocimiento sobre el cambio climático y sus efectos. “En los veintitantos años que llevo trabajando en este campo, hemos pasado de esperar que el cambio climático sucediese a detectar sus efectos, y ahora estamos viendo que está provocando daños. La gente muere, se producen daños materiales y vemos incendios y tormentas más intensos que se pueden atribuir al cambio climático”, ha aseverado.

Asumiendo una visión optimista, las predicciones muestran que la vida es resistente y puede adaptarse a grandes cambios. Sin embargo, la velocidad de la transformación es inédita y, aunque la vida esté a salvo, eso no significa que las especies individuales vayan a superar esta revolución climática intactas.

Fuente: ElPais.com

Regreso a Pangea

La Tierra vista desde la Estación Espacial Internacional. NASA






















Los modelos predicen que todos los continentes volverán a reunirse en 200 millones de años. Los efectos en la evolución serán formidables.

La fragmentación de Pangea ha sido un vector esencial de la evolución de los animales, y su reunificación en el futuro lejano lo será igualmente. Con los datos paleontológicos en la mano, es sumamente improbable que los humanos sigamos aquí dentro de 200 millones de años –las especies marinas más longevas nunca han pasado de los cinco millones de años—, pero es muy posible que la vida terráquea aguante incluso nuestras agresiones más disparatadas y siga medrando. E incluso que una especie más inteligente que la nuestra haya heredado el mundo. Lee en Materia cómo será la Tierra cuando se forme el siguiente supercontinente, que probablemente se llamará Novopangea, si es que todavía hay alguien ahí que pueda ponerle un nombre. Incluso si no es así, los efectos de la geología sobre la evolución serán enormes, como ya lo han sido en el pasado.


Hace 300 millones de años, todos los continentes estaban unidos en una sola masa de tierra firme llamada Pangea. Cincuenta millones de años después, Pangea empezó a fragmentarse, y el éxodo de sus pedazos a lo largo y ancho del planeta condicionó por completo la evolución biológica de los eones ulteriores. Australia fue de los primeros pedazos en separarse de Pangea, y eso explica su biología excepcional: emús, wombats, canguros, cucaburras, koalas y ornitorrincos. Muchos de ellos son marsupiales, un grupo biológico anterior a los mamíferos, pero han desarrollado unas formas y funciones que a primera vista se pueden confundir con las de los mamíferos de otros continentes. Es uno de los casos más chocantes de convergencia evolutiva, donde dos linajes separados alcanzan unas soluciones similares para adaptarse a su función, a su clima y a su posición en ese gran esquema de las cosas que llamamos ecología.

El mamífero vivo más similar al elefante es, curiosamente, el damán africano, que no es mucho mayor que un hámster. Los grandes animales no se agrupan en una rama evolutiva que los predispone a ser grandes. Su evolución, más bien, ha estado condicionada por el fragmento continental en el que estaban viajando por el planeta sin saberlo. Los primeros mamíferos se dividieron en los tres grandes grupos actuales (afroterios como el elefante, boreoterios como los humanos y desdentados como el oso hormiguero) por la sencilla razón de que, hace 100 millones de años, África, Suramérica y Eurasia se separaron de un continente único.

El mismísimo origen de los animales, que ya era en tiempos de Darwin el problema central de la biología evolutiva, y que ahora lo sigue siendo con todavía más fundamento, coincide en el tiempo con otro fenómeno fundamental de la geología continental. Hace 600 millones de años, toda la tierra firme estaba unificada en un supercontinente mucho más antiguo que Pangea. Los geólogos lo llaman Pannotia, y estaba apiñado en las proximidades del polo sur. La fragmentación de Pannotia empezó hace 540 millones de años, en enigmática coincidencia con la explosión cámbrica que originó todos los planes de diseño animal (artrópodos como la gamba, moluscos como el mejillón, cordados como el lector) que persistimos en la actualidad.

Es improbable que los humanos sigamos aquí cuando toda la tierra firme vuelva a ensamblarse en el supercontinente de Novopangea, y mucho menos para ver los efectos de su fragmentación posterior. Ojalá algún geólogo de una especie futura, o al menos un paleontólogo extraterrestre, pueda presenciarlo y aprender algo importante de ello. El tiempo dirá.

Fuente: ElPais.com

viernes, 7 de diciembre de 2018

¿Cómo será la Tierra cuando se forme el siguiente supercontinente?

Los continentes de la Tierra se moverán y formarán un nuevo supercontinente - Fotolia

Existen cuatro escenarios probables que cambiarán la fisonomía del planeta.

La capa externa de la Tierra, la corteza sólida sobre la que caminamos, está hecha de partes rotas, algo parecido a la cáscara hecha pedazos de un huevo. Estas piezas, las placas tectónicas, se mueven alrededor del planeta a una velocidad de unos pocos centímetros al año. Cada cierto tiempo, las placas se juntan y forman un supercontinente que permanece durante más de 100 millones de años, hasta que desaparece al dispersarse las placas. Posteriormente, tras un lapso de tiempo de entre 400 y 600 millones de años, el proceso se repite.

El último supercontinente, Pangea, se formó hace unos 310 millones de años y comenzó a separarse hace 180 millones de años aproximadamente. Se cree que el siguiente se formará en 200/250 millones de años, por lo que actualmente nos encontramos en el ecuador de la fase de dispersión del actual ciclo de formación. La pregunta es, ¿cómo y por qué se formará el futuro supercontinente?

Existen, fundamentalmente, cuatro escenarios probables para dicha formación: Novopangea, Pangea Última, Aurica y Amasia. Cómo se pudiera formar cada uno depende de diferentes factores, pero todos están relacionados con el modo en que Pangea se separó y con el movimiento actual de los continentes.


La ruptura de Pangea condujo a la formación del océano Atlántico, que aún se está abriendo y ampliando. En consecuencia, el océano Pacífico se está estrechando. El Pacífico alberga un anillo de zonas de subducción a lo largo de sus bordes (el Cinturón de Fuego del Pacífico), donde el suelo oceánico es subducido bajo las placas continentales hacia el interior del planeta. De esa manera, el suelo oceánico antiguo se recicla y puede penetrar en las columnas volcánicas. El Atlántico, en cambio, tiene una gran cresta oceánica que produce una nueva placa, pero solo alberga dos zonas de subducción: el Arco volcánico de las Antillas Menores, en el Caribe, y el Arco de las Antillas Australes, situado entre Sudamérica y la Antártida.

Novopangea
Novopangea
De mantenerse las condiciones actuales, es decir, que el Atlántico continúe abriéndose y el Pacífico cerrándose, tendríamos un escenario en el que el siguiente supercontinente se formaría en las antípodas de Pangea. El continente americano chocaría con una Antártida que se encontraría navegando a la deriva hacia el norte, para posteriormente colisionar con los ya reunidos África y Eurasia. Este hipotético supercontinente recibe el nombre de Novopangea o Novopangaea.

Pangea última

Pangea Última
La apertura del Atlántico, sin embargo, podría ralentizarse e, incluso, comenzar a cerrarse en el futuro. Los dos pequeños arcos de subducción del Atlántico podrían extenderse a lo largo de la costa este de toda América, lo que llevaría a una nueva formación de Pangea tras la colisión de América, Europa y África, produciendo un supercontinente llamado Pangea Última, que estaría rodeado completamente por un susperocéano Pacífico.

Áurica

Aurica
Sin embargo, si el Atlántico desarrollase nuevas áreas de subducción, algo que podría estar ocurriendo ya, tanto el Pacífico como el Atlántico podrían cerrarse. Esto significa que debería crearse una nueva cuenca oceánica para reemplazarlos.

En este escenario, la grieta panasiática que atraviesa Asia desde el oeste de India hasta el Ártico se abriría para formar un nuevo océano. El resultado sería la formación del supercontinente Aurica. Debido a la deriva actual de Australia hacia el norte, se situaría en el centro del nuevo continente, ya que el Extremo Oriente y América cerrarían el Pacífico a cada lado. Las placas europeas y africanas se reunirían así con América por el cierre del Atlántico.

Amasia

Amasia
El cuarto escenario predice un destino completamente diferente para la futura Tierra. Algunas de las placas tectónicas se están desplazando actualmente hacia el norte, incluidas África y Australia. Se cree que esta deriva es impulsada por anomalías en el interior de la Tierra (en el manto, concretamente) heredadas de Pangea. Debido a esta deriva hacia el norte, se puede imaginar un escenario en el que todos los continentes excepto la Antártida continúen viajando hacia el norte. Esto significa que, al final, se reunirían en torno al Polo Norte en un supercontinente llamado Amasia. En este escenario, tanto el Atlántico como el Pacífico permanecerían abiertos en su mayoría.

De estos cuatro escenarios, consideramos que Novopangea es el más probable. Obedecería a la progresión lógica de las direcciones actuales que adoptan las placas continentales a la deriva, mientras que los otros tres escenarios necesitarían de procesos adicionales para verse realizados.

Para la formación de Aurica, tendrían que crearse nuevas zonas de subducción en el Atlántico.

Pangea Última solo se formaría con la inversión de la apertura del Atlántico.

Por último, el nacimiento de Amasia dependería de anomalías producidas por Pangea en el interior de la Tierra.

Investigar el futuro tectónico de la Tierra nos obliga a explorar los límites de nuestro conocimiento y a pensar en los largos procesos que rodean a nuestro planeta. También nos lleva a observar el sistema terrestre como un todo, y nos plantea una serie de preguntas: ¿Cuál será el clima del siguiente supercontinente? ¿Cómo se ajustará la circulación oceánica? ¿Cómo evolucionará y se adaptará la vida a su nuevo entorno? Son el tipo de preguntas que ponen a prueba los límites de la ciencia porque hacen lo propio con los límites de nuestra imaginación.

The Conversation
Mattias Green es investigador de Oceanografía física en la Universidad de Bangor.

Hannah Sophia Davies es investigadora en la Universidad de Lisboa.

Joao C. Duarte es investigador y coordinador del Grupo de Geología y Geofísica Marina en la Universidad de Lisboa.

Este artículo se ha publicado originalmente en «The Conversation».


Fuente: ABC.es